29/09/2022
 Actualizado a 29/09/2022
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Uno es un pecador recalcitrante, como buen cristiano. Esta mañana envié el artículo de esta semana al periódico que versaba sobre los yanquis, los rusos, los ucranianos, la señora Melones y la doctora cachonda que gobierna Europa y la madre que los parió a todos. Como buen pecador, me arrepentí rápidamente y por eso estoy intentando escribir algo que os importe a la mayoría de mis pobres lectores; algo cercano, enjundioso y divertido. Nada de política ni de apocalipsis ni de lo tontos que somos haciendo caso a cualquier mandril que salga en la tele o escriba en los papeles. Por ese camino, tendríamos que estar preocupados porque la heredera del Marqués de Griñón no se casara con un gigoló venido a menos que le había sorbido el seso. Esto es cosa del ‘mermelada’ y de sus secuaces y ya hablan bastante, ya, del asunto.

Estos días me gusta hablar de San Froilán, de su romería en la Virgen del Camino, de los puestos de avellanas que nos encontramos cada diez metros, de las pulperas que dejan en el ambiente un olor inigualable, de las tascas donde la cerveza está tibia y de los miles y miles de leoneses que acudimos, todos los años, a peregrinar a su Santuario. Y de los carros y de los pendones que andan por las calles de la capital el domingo anterior a la fiesta del santo y que hacen que la ciudad vuelva a recuperar esa imagen de pueblo grande, rural y antiguo que nos hace felices, porque sabemos que estas son nuestra raíces, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Este ambiente festivo solo ocurre este día y es una pena, porque debería durar todo el año. Participar en el desfile o verlo nos hace felices, mejores personas. Y no digo nada de los vinos y de las raciones de morcilla que nos metemos entre pecho y espalda como si no hubiera un mañana, como si se acabase el mundo y sus existencias de hedonismo y de camaradería. En estos momentos, y sólo entonces, León se parece a Almonte el día antes de llevar de vuelta a la Virgen del Rocío a su casa, saltando la valla y todo. Y se parece a Sevilla en la ‘madrugá’, cuando miles y miles de costaleros pujan los pasos que rememoran la Pasión del Señor y no sienten el peso sobre sus hombros, admirados y jaleados por miles de turistas ávidos por no perderse detalle. Y se parece, este día, a las romerías gallegas, más viejas que el tiempo, más antiguas que la vida misma. Los pendones, ese día, se asemejan a los ataúdes que portan los penitentes que cumplen una promesa, agradeciendo al Santo o la Virgen que toca que siguen respirando, y no faltan, ¡claro!, el vino áspero, fresco y sabroso, ni los platos de comida que te hacen reconciliarte con tus semejantes. Ese día, León está lleno de gente que busca el sol como los lagartos, porque las noches ya refrescaron y le rinden tributo y veneración como si fuésemos egipcios persiguiendo la carreta del Dios Sol, que trae la muerte cuando se esconde y la vida cuando sale. Buscamos al sol y nos admiramos de las vacas engalanadas, vestidas de fiesta, que llevan, tranquila y quedamente, un carro lleno de abalorios, de instrumentos viejos y gastados y de los frutos del otoño, hermosos como un amanecer. Y nos quedamos con la boca abierta cuando vemos a los mozos (y no tan mozos) de los pueblos que han llevado su pendón a la capital para que desfile con otros doscientos y que parece que no llevasen peso, que la vara y la tela no pesase nada, como si fuesen gráciles, etéreos, livianos, espuma de las olas mecidas por el viento. Da congoja verlos bailar con ellos, trepar por ellos, inclinarse con ellos como si fueran palillos livianos y no armatostes de doce, trece o catorce metros, como álamos o como chopos rectos, sin una curva, sin un nudo en toda su longitud inacabable. Ese día, y sólo ese día, León se parece a la Andalucía, tan lejana y tan cercana, tan nuestra, con nombres como Gibraleón, la Isla de León o Arroyomolinos de León; o a Tarifa, la inconquistable, defendida por Guzmán y unos pocos de los suyos. León, ese día, se parece a Andalucía como se parece El Ejido todos los días a cualquier barrio de casas bajas, llenas de flores, de Málaga la Bella.

No sé qué tiene que ocurrir en el magín de nuestros políticos para cambiar la fiesta de la ciudad, para que San Froilán sustituya a San Juan y a San Pedro, fiestas impostadas, hechas solamente para los jóvenes. No sé que tiene que pasar para que San Froilán sea, en fin, la fiesta de la provincia, porque sólo estos días los bercianos, los parameses, los maragatos, los de la ribera y los de la montaña se sienten a sus anchas por sus calles, porque estos días son tan suyas como de los vecinos que viven en el Crucero o en San Mamés. Solo estos días, en los bares, los camareros sirven igual a los parroquianos y a los que vienen de la Cabrera o de la Omaña. San Froilán y la Virgen del Camino logran, en fin, igualar, en estos días, a los pobres y a los ricos; a los jóvenes y a los viejos; a los cabrones y a la buena gente.

Entonces, solo añadir: ¡felices fiestas de San Froilán y de su lobo! Salud y anarquía.
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